martes, 15 de junio de 2010

seis

 De cómo me empezó a encantar el número 187



Aquel fin de semana mi mujer se había ido de escapada con tres amigas de la universidad. Le dije que haría ruta para sacarle partido a la cámara que me acababa de comprar. Y así hice. Cogí la maleta y metí lo imprescindible. Conduje durante horas por carreteras secundarias hasta que el sol se escondió dando paso al festival de estrellas. Llegué a un motel de carretera. Era uno de estos que parecía que dentro de sus paredes podía ocurrir cualquier cosa. Una de las letras del cartel de neón estaba fundida. Eso le daba un toque inquietante que me excitaba de una forma sobre humana.

Aparqué el coche y bajé mi maleta minúscula. Fui a la recepción donde se encontraba una mujer de unos cuarenta años sin ningún tipo de interés por endosarme una habitación. Tampoco me importaba demasiado ya que, hiciera lo que hiciese, yo me iba a quedar ahí.

- Buenas noches.
- Hola...
- Quería una habitación.
- ¿Doble o individual?
- Doble. Pero con cama de matrimonio, que no me gusta dormir en camas de noventa centímetros.
- Vale. ¿Me deja su DNI?
- Tome.
- Muy bien, aquí tiene la llave de la habitación. Es la 187. Son cuarenta euros.
- ¿Puedo pagarle con tarjeta?
- Sí.
- ¿Tienen bar?
- Sí, se entra por ahí.

Subí a la habitación. Dejé la maleta y me di una ducha rápida. Aquel sitio no valía los cuarenta euros que me habían cobrado ni de lejos. Las paredes tenían humedades, la colcha agujeros hechos por quemaduras (de cigarrillos posiblemente) más grande que mis manos, las ventanas estaban tan sucias que apenas podía verse a través.

Pese a lo asqueroso del lugar, la ducha me sentó muy bien. Bajé al bar y me senté en la barra. El camarero estaba sirviendo una copa a una pareja que estaba sentada a unos metros de mí. Cuando terminó con ellos, amablemente se dirigió a mí.

- ¿Qué va a tomar, señor?
- Un Gin tonic, gracias.

Parecía mentira. Aquel lugar que desde fuera parecía un sitio fantasma albergaba a numerosas parejas. Supuse que no eran ese tipo de parejas que todos conocemos. Miré a cada uno de mis compañeros y compañeras de aquella noche. Predominaban el rojo en los labios. Pude ver como algunas de esas mujeres ponían sus manos en la entrepierna de sus acompañantes como si estuviesen buscando algún tesoro. Allí  no había nada para mí. Cuando casi estaba terminando mi copa, se sentó a mi lado alguien.

- Camarero, póngale otra copa al señor, que invito yo.

Qué preciosidad de niña. No debía tener más de veintidos o veintitres años. Tenía el pelo largo y ondulado. Su vestimenta nada tenía que ver con lo que había en aquel local. Ella no era como el resto. De hecho, estaba convencido que no era como ninguna otra chica que hubiera conocido hasta ese momento.

- Gracias por la invitación. ¿Quién eres?
- Soy Julia. ¿Y tú?
- Roberto. ¿Nos hemos visto antes? Tu cara me suena...
- No, seguro que no.
- Y cuéntame, Roberto, ¿qué te ha traído hasta este lado de la ciudad?
- Me compré una cámara de fotos hace algunas semanas y he querido perderme con el coche para buscar sitios para fotografiar. Se me ha hecho algo tarde, así que aquí estoy.

Hablamos durante un rato muy largo. Se me pasó el tiempo volando. Aquella chiquilla era realmente cautivadora. Tenía una manera única de morderse el labio. Tuve un par de erecciones a lo largo de la conversación. Mientras me hablaba yo no podía evitar pensar en meterle la mano por debajo de la falda que llevaba puesta.

- Bueno Julia, déjame que te invite a otra copa. En agradecimiento a tu invitación inicial.
- No, se me ocurre algo mejor. ¡Baila conmigo!

Hicimos una pista de baile improvisada. Ajenos a las miradas empezamos a bailar algo despegados. Me encantaba cómo se tocaba el pelo y cómo cerraba los ojos al son de la música. Cada vez nos fuimos acercando más hasta que fui su sombra y ella la mía. Me metía las manos por debajo de la camisa y yo la apretaba contra mí para que notara lo dura que me la ponía. Sentí su respiración acelerada y me encantaba. Se paró en seco y empezó a besarme el cuello. Después los labios. Después la oreja. Y en un descuido mío, me besó el alma.

No hizo falta proponerle subir a la habitación. Me cogió de la mano y me sacó de aquel salón. La llevé hasta la habitación 187, la mía. Le di 187 besos. Uno en cada lunar. La penetré en la mesa, en la cama, en el suelo, en la pared. Lo hice como cuando tenía veinte años. Salvaje. Disfrutaba con sus piernas enredadas en mi cintura y sus manos clavadas en mi espalda como si fueran las agujas de un reloj. Marcándome el tiempo, que aquella noche decidió ausentarse para hacérnosla interminable. Los sollozos se escapaban por la ventana y los susurros quedaron grabados en aquellas cuatro paredes.

Agotados nos tumbamos en la cama. Se giró para mirarme. Sin decir nada. Con ella no hacía falta decir nada. Poco a poco nos dejamos vencer por el sueño. 

A la mañana siguiente ahí estaba. Me desperté antes que ella. Contorneé su silueta con mis dedos. Hizo un movimiento y supe que ya no dormía.

- Buenos días, princesa.

Sin abrir los ojos me dedicó una de esas sonrisas tan suyas. Sí, de esas que ya he hablado antes. Era la mejor forma de empezar el día. 

- Me encanta jugar a ser una desconocida para ti y convertirme en tu amante momentánea por una noche. ¿Cuándo repetimos?


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